lunes, 20 de junio de 2011

Segunda incursión de Bunbury en la producción de cine español. Estreno en España de la película "Blackthorn"

El 'western' según Mateo

Mateo Gil, uno de los talentos del cine español, deslumbra con una historia contemporánea en la que saca de la tumba al mítico forajido butch Cassidy. La confirmación de que alguien no dispuesto a tirar la toalla termina saliéndose con la suya.

La primera vez que Alejandro Amenábar reparó en Mateo Gil pensó que aquel compañero suyo de clase se estaba equivocando. Gil, un canario de ojos claros llegado a Madrid con el propósito de estudiar cine, discutía con una profesora de la Facultad de Ciencias de la Información. Intentaba convencerla de que no estaba explicando bien la lección. "¿Quién sería ese idiota que buscaba desesperadamente un suspenso?". Al término de la clase, Amenábar se acercó al kamikaze académico:
"Le dije que no fuera tan pesado, que no merecía la pena". Aquel fue el principio no solo de una gran amistad, sino de una de las parejas creativas más sólidas y fructíferas del cine español reciente. Juntos han firmado, además de varios cortometrajes, los guiones de Abre los ojos, Mar adentro y Ágora. Tesis, la película que convirtió con 23 años a Amenábar en un talento precoz -y de la que Gil fue ayudante de dirección-, bebía del mundo de estudiantes de ambos. "Éramos los dos freaks de clase", recuerda Amenábar.

Amenábar lo reconoce, Mateo Gil era más maduro que el resto, más inteligente y más noble. Aunque nada de eso evitó que aquella profesora le suspendiera. "Nunca supo venderse bien, no es muy pícaro", justifica su viejo amigo. Quizá eso explique por qué Mateo Gil, pese a una carrera de éxitos, destile un fondo de íntimo fracaso. A sus 38 años ha ganado cuatro goyas, pero nadie le ha visto aún rondar una gala de los Premios de la Academia. Él se jacta de haberse librado siempre en lo posible de pisar una alfombra roja. No recogió ni el Goya como director del cortometraje Dime que yo ni los tres como guionista que logró por Ágora, Mar adentro o El método, esta última dirigida por Marcelo Piñeyro.

Su segundo largometraje como director, Blackthorn, un western rodado en inglés con Sam Shepard y Eduardo Noriega a la cabeza del reparto, puede significar la consolidación definitiva de un hombre que hasta ahora parecía sentir alergia al triunfo. O, mejor dicho, a creerse los triunfos. "Tengo los cajones de mi casa llenos de proyectos fallidos", dice justificando una innata tendencia a verlo negro, a no querer formar parte de un mundo en el que no acababa de encontrar su sitio. "Yo llevo mucho tiempo aquí, pero de alguna manera es como si aún no hubiera llegado. Aunque quizá ya llegué a un sitio y ahora solo toca jubilarse. No lo sé. A mí me gustaría hacer películas como se hacían hace diez años, pero eso ya es imposible, así que no dejo de pensar por dónde puedo tirar. En pocos años, las cosas se han puesto muy difíciles para todos y solo sé que hoy ni siquiera podría volver a hacer una película como Blackthorn".

"Mateo duerme en una cama de ceniza", bromea Amenábar. "Nunca es su sitio, ni su momento, ni su lugar, y siempre tendría que dedicarse a otra cosa. Lleva años diciendo lo mismo. No le hacemos ni caso". "Llevamos mucho tiempo viéndole quejarse, pero sin dejar un solo día de trabajar", interviene Eduardo Noriega, otro de sus mejores amigos. "Mateo es una contradicción con patas. Tiene una mezcla perfecta entre ingenuidad y lucidez que le hace irresistible, y no solo hablo de su éxito con las mujeres. Él siempre ve el vaso medio vacío, pero lo cierto es que sin un poco de seguridad en uno mismo nadie se dedicaría a esto. Es verdad que le gustaría escribir y dirigir sin que nadie le conozca, pero eso no le hace detenerse. Es pesimista, es autocrítico, pero a la vez confía mucho en sí mismo. Un pesimista de verdad no avanza y él es perseverante y trabajador".

"No me gusta mucho el mundo de la farándula, me siento más cómodo en un entorno sencillo", añade Gil, sentado en una luminosa cafetería del barrio madrileño de Malasaña, donde vive. Cerca de allí, en otro bar de la plaza del Dos de Mayo, trabajó en los años noventa como camarero. Eran sus primeros pasos en Madrid como un estudiante desencantado con una universidad donde no encontraba lo que quería. Acabó vendiendo enciclopedias por las casas y repartiendo paquetes como mensajero.

Hijo mediano de una "curranta" y de un agricultor de Telde, Gil dejó Las Palmas al acabar el bachillerato. Empezó la carrera pensando que allí encontraría una respuesta a su vocación cinematográfica, pero a los dos años empezó a buscar trabajos complementarios, consciente de que con el decaimiento de su dedicación a los estudios se esfumaba la posibilidad de obtener becas para pagárselos. La repuesta a su vocación no la encontró en las clases, sino en un grupo de inadaptados: Carlos Montero, creador de la popular serie Física o química, Amenábar y, más tarde, dos actores entonces aficionados, Eduardo Noriega y Fele Martínez. Con ellos, desde el primer curso, empezó a rodar piezas de vídeo.

Eran plenos años noventa y estos niños criados en los ochenta se abrían paso cargados de energía, pero con los lastres propios de una generación que nunca entendió bien cuál era su papel como grupo. Sin representantes posibles, incluso una cámara de cine, dueña hasta entonces de todos los sueños, se podía convertir en sus manos en un arma de destrucción del ambiente que respiraban los pasillos de su odiada Facultad. En Himenóptero, el corto que encerraba el embrión de Tesis, Mateo Gil aparecía como director de fotografía.

"De los tres trabajos que tuve al llegar a Madrid, me quedo de lejos con el de camarero. Aquella fue una buena época para mí", asegura. "Nunca quise ser guionista, ¿quién querría serlo con lo poco que se cuidan en España? Solo un masoquista. Yo tuve la suerte de encontrar a Alejandro, con el que me entendía perfectamente. Y sé que hoy no estaría aquí si no fuera por él. Nos formamos juntos y luego, cuando tuvo éxito, me abrió muchas puertas. Pero lo cierto es que me convertí en escritor de cine por casualidad, porque mi vocación no era escribir. De hecho, era muy malo, pero aprendí los trucos y a adaptarme, aunque nunca he sabido si de verdad era lo mío", añade.

Lo cierto es que Mateo Gil se convirtió en el frontón de Amenábar y juntos llevaron lejos dos imaginaciones a priori opuestas. "Digamos que yo era más de cine de palomitas, y Mateo, de versión original. Gracias a él vi mucho cine que hasta entonces desconocía". "Verlos trabajar es un espectáculo. Sus conversaciones son eternas. Mateo aportó calidez a Amenábar. Domina muy bien la estructura del guion", asegura el productor habitual de Amenábar, Fernando Bovaira, que también estuvo detrás de Nadie conoce a nadie, la película con la que hace más de una década Gil debutó como director.

Entre su ópera prima y Blackthorn naufragó el proyecto más ambicioso y personal del cineasta: la adaptación al cine de una de las obras cumbres de la literatura, Pedro Páramo. Quienes le conocen dicen que Mateo Gil vivió un verdadero calvario al ver cómo se derrumbaba el proyecto de su vida. Aunque pudoroso a la hora de exhibir sentimientos, no niega que aquel fracaso marcó un antes y un después en su camino. "Solo puedo decir que fue un golpe tremendo. Es una película con la que estaba obsesionado desde los 18 años. Es difícil definir por qué era así; tenía que ver con una visión general de la vida con la que me identificaba. Una visión que tiene que ver con una melancolía muy profunda que está en Pedro Páramo y en el propio Rulfo. Escribí el guion en dos meses. Lo llevaba totalmente dentro. Ahora la tengo totalmente aparcada, pero si pienso que nunca la haré, me pongo a llorar". Asoma el hombre obstinado: "O la hago como quiero o no la hago. Solo tiene sentido la propuesta tal cual era. Una propuesta naturalista, una adaptación de la época fiel. No quería hacer una película con un ambiente onírico o místico".

Aunque todo el mundo habla maravillas de aquel guion, toda la coyuntura estuvo de espaldas a Mateo Gil y su historia. Se quedó solo. A lo mejor parte de aquel fracaso se deba también a su propensión a huir del conflicto. No le gustan los golpes en la mesa ni los gritos. "Sé que muchas personas de mi equipo en Blackthorn pensaban que era poco duro, y quizá tenían razón. Fue un rodaje muy complicado, pero a mí me cuesta explotar. Mi director de fotografía, Juan Ruiz de Anchía, trata siempre de usted a sus eléctricos y esas formas suyas me parecen un buen ejemplo. La buena educación siempre es buena".

Tras el fiasco de Pedro Páramo (en cuya preproducción trabajó durante meses en México) se oculta el germen del filme que ahora se estrena. De alguna manera, la sombra de aquella planea sobre esta, una película sobre la amistad, sobre la vejez, sobre el tiempo -"un tiempo que vivimos de manera muy dramática", dice su director- y sobre la muerte. Se curó de la herida primero dirigiendo el cortometraje Dime que yo (en el que afloraban otro tipo de fantasmas: los de la pareja) y sobre todo a través de un western inclasificable en el que saca de la tumba al mismísimo forajido Butch Cassidy y con el que de alguna manera confirma que es de esos que no tiran fácilmente la toalla, algo que encaja con una frase que el propio cineasta suelta sobre sí mismo: "No me creo nada, pero por alguna razón no puedo dejar de hacer las cosas". Así que ahora, cabalgando en la pantalla a lomos de la vida eterna de un hombre muerto, no cuesta imaginar a sus amigos decirle: "Anda, Mateo, te saliste con la tuya. Apuraste el vaso medio vacío".

Texto: Elsa Fernández-Santos

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